Día 18 y 19. Cinco y seis de enero de 2017.

Este relato salta cronológicamente en el tiempo desde aquel día que vendí mi bici en Bahía de Cochinos hasta mi penúltimo día en la isla, desde que las pedaladas se extinguieron, hasta que volvieron para dar el colofón final a este increíble viaje.

Es el decimoctavo día, estoy en La Habana Vieja, son casi las cinco de la tarde y me encuentro buscando una tienda de bicicletas para poder alquilar una. No sé qué especie de romanticismo me guía, pero quiero terminar el viaje como lo empecé, a pedaladas. Había pensado visitar las playas del este de La Habana, que se encuentran como a unos 35 km, por lo que necesitaba una bici medianamente decente.

Encuentro la tienda y la bici perfecta, el alquiler por 24 horas son 15 CUC (15€) muy razonable, así que me monto y vuelvo a notar esa sensación, ese picorcito que casi había olvidado.

Quería recorrer un poco La Habana rodando. Pedalear por La Habana Vieja no es muy recomendable por la cantidad de gente que hay, pero cuando sales de esta, es un auténtico placer. Tal y *como se puede ver mientras recorría El Malecón.*

No había vuelto a la plaza de La Revolución desde el primer día que pasé por allá (sí, ese primerito día en el que llegué a la isla). Así que decidí ir a visitarla y tomar algunas fotos. Parece que a la policía cubana no le gustó que entrase en la plaza a pedaladas, por lo que tras llamarme la atención, me adentré en la plaza bajado de la misma.

Era emocionante volver al lugar en el que 18 días antes comenzó la aventura, pensar en aquel yo y en el que estaba allí ahora mismo. Cuántas cosas habían pasado, cuánto vivido, cuánto aprendido y disfrutado.

Como un turista más, comencé a tomar fotos del mítico retrato del Che y de su par reciente, otro retrato dedicado a Camilo Cienfuegos. Unas chicas argentinas se acercaron para pedirme que les tomara una foto juntas, momento que aproveché para pedirle yo una a ellas. Aunque no me gustan mucho las maltrechas fotos que se repiten del mismo lugar, no podía irme sin tenerla.

Rodé un poco más por la ciudad, pasé por la calle de Loli y Marina, mi primera casi-casa. Marina estaba en el balcón y nos saludamos airadamente, quién sabe si esa sería la última vez que nos encontremos. Volví a pasar por El Malecón, *dónde encontré algo muy curioso.* Pronto volví a casa, dónde me esperaba una no muy agradable bienvenida.

Como este relato salta cronológicamente en el tiempo, no os he podido contar que en La Habana me hospedo en una casa ilegal de Centro Habana, por la que pago 5 CUC (5€) por noche en una habitación completa para mí, una casa que literalmente se cae a cachos. Los dueños duermen en el salón, la habitación realmente es fruto de un techo falso colocado al que se asciende por una escalera de caracol totalmente vertical, el baño era compartido con los dueños, bueno, un lugar cuanto menos peculiar, era el precio más barato que había pagado, más barato que incluso compartiendo habitación en otros lugares previamente.

La había encontrado gracias a tres chicos argentinos que conocí en Santiago de Cuba y con los que compartí la odisea de volver a La Habana en bus desde allá.

Volviendo al tema, cuando llegué a la casa con la bicicleta tuve la siguiente conversación con el dueño:

D: ¿De dónde has sacado esa bicicleta?

Yo: La he alquilado.

D: ¿Y qué dirección has dado?

Yo: No se preocupe, he dado una dirección falsa, no he dicho dónde estoy alojado.

D: ¿Y cuánto tienes que dar si te la roban? Que esa bicicleta es buena.

Yo: 200 CUC

D: ¡Uy! Madre mía,  ¿Y qué vas a hacer con ella? Aquí tienes que tener mucho cuidado, que los cubanos no te asaltan, pero te despistas y te quitan cualquier cosa.

Yo: No se preocupe que yo tengo mucho cuidado y tengo candados.

D: Pero mucho cuidado, nunca dejarla sola, ¡Ay madre mía, 200 CUC!

Yo: No se preocupe, voy a ir a las playas del este y estaré siempre con ella.

D: ¿A las playas del Este? Ahí no puedes ir, no se pueden meter las bicis por el túnel, además eso está muy lejos. ¡Que locura!

Yo: Ya he hecho la ruta, me tengo que desviar sólo 6 Km al no poder usar el túnel, y no está tan lejos, sólo son 36 Km.

D: Tú estás loco hijo mío, a ver cómo te sale todo.

Yo: (Ya riendo) Seguro que bien, no se preocupe usted.

Y ya subí a mi cuarto después de varias advertencias más sobre la habilidad de los cubanos del robo al despiste.

La verdad que el dueño y su esposa no eran la familia más agradable del mundo, pero hasta ahora todo era cordial, este momento sólo fue un pequeño “volunto” que le dio al señor al pensar que había dado la dirección de la casa.

Al día siguiente abrí los ojos con el amanecer, mochila a la espalda, maillot y casco como atuendo. Despertarme a pedaladas, esa sensación tan grata que llevaba tanto sin experimentar volvía con el alba.

Es verdad que tenía que dar una gran vuelta al no poder pasar por el túnel sumergido que atravesaba la Bahía, pero no eran muchos kilómetros y con el GPS todo era fácil.

Ruta: La Habana – Playas del Este (35,1 km)

El camino fue plácido, apenas había tráfico. Durante el trayecto me encontré a dos ciclistas, casualmente uno de ellos era español y seguimos el trayecto juntos. Era un hombre de Zaragoza pero que actualmente vivía entre Cuba y Valencia. Pasaba el invierno peninsular en Cuba y el verano en Valencia, casi nada.

Había trabajado toda su vida en unas minas de carbón cerca de un pueblo de Teruel llamado Andorra. Lo prejubilaron con casi 50 años después de 30 años en las minas debido al cierre de éstas. Vino de viaje una vez a Cuba, se enamoró y desde su prejubilación vive así. La verdad que muy bien por él, 30 años en una mina son más que suficientes.

Rodé con ellos hasta mi destino, la Playa del Este más al este, en un pueblo cuyo nombre no me acuerdo y ni Google Maps quiere identificar.

En la primera playa que estuve, *disfruté del primer y único baño que tuve en la isla*, aunque parezca una locura, en 20 días que he estado en Cuba, sólo he ido uno a la playa, suficiente para mí si viajo solo.

Al salir de la playa para ir a visitar la siguiente, noté la rueda de la bicicleta desinflada, había salido sin parches ni nada, sólo una triste bomba de aire. Intenté inflarla pero no conseguí mucho, me puse a buscar una ponchera (taller) pero en ese pueblo no había, tenía que ir al siguiente.

Por suerte en una gasolinera un señor echaba aire a las ruedas, no teníamos adaptador para mi bici, pero inventamos un utensilio que consiguió inflarla. Con este percance descarté visitar la otra playa, tenía que irme y apelar al azar para que me permitiese llegar a La Habana.

Así que volví a la carretera principal para rehacer el camino, pero al pasar por el desvío a la otra playa, no pude evitar la tentación de al menos, ir a verla. Me habían dicho que esta era la más bonita de las playas del este, así que me desvié y fui a verla. La verdad que fue una gran decisión, *la playa era realmente preciosa.*

No me paré demasiado para no tentar a la suerte, la rueda respondió y sin problemas pude realizar el viaje de vuelta a La Habana.

Desde el momento en que volví a dejar la bicicleta en la tienda, hasta que aterricé de nuevo en Bogotá no pasó nada digno de mención, salvo el aprovisionamiento de cinco libros de autores de la URSS comprados en librerías estatales por unos 30 céntimos de euro cada uno, y la obtención del tan ansiado billete de tres pesos cubanos con la cara del Che. Reliquia que guardaré como oro en paño.

Publicado originalmente el 15/04/2017.

Compártelo